Vamos a buscarle un culpable a nuestros fracasos. Empieza con el hombre que te puso los cachos, lo agarraste con las manos en la masa y te rompió el corazón. Él es culpable de tu inestabilidad emocional, de tu necesidad y de tu miedo a la soledad.
Podemos continuar con el fracaso laboral. Siempre hay un jefe a quién culpar, un profesor que no nos supo enseñar el método correcto. Fue él quién nos echó a perder la educación y el futuro empresarial, económico.
Por qué no culpamos de una vez a nuestros padres, no se esforzaron demasiado, o mejor aún, seamos condescendientes con los que nos dieron la vida pues “no sabían lo que hacían” o “así les enseñaron a ellos”.
Usemos cualquier recurso que tengamos para culpar a los demás por todo lo que sucede en nuestras vidas, pero no sin antes despedazar al mayor culpable, no sin antes destrozar al mayor pecador, a nosotros mismos.
Y es que andamos por la vida juzgando a los demás, pero sobre todo nos juzgamos a nosotros mismos como si fuéramos culpables de nuestros fracasos y nos aplaudimos cuando triunfamos. Es esa dualidad la que nos mantiene en donde estamos. Pocos han logrado salir de esa rueda de la fortuna y han sido capaces de entender que no hay culpables ni vencedores, simplemente son momentos y situaciones que vivimos.
Dejar el juicio de bueno y malo, de culpable e inocente es el primer paso para comenzar a disfrutar una vida llena de placer, armonía y un montón de diversión. Porque al divertirnos con un atardecer, en pleno baile o haciendo lo que más nos gusta y dejando atrás la estúpida seriedad es que podemos apreciar cómo gira el mundo.