Nunca la volví a ver, dejó su mirada, su extraña risa y su peculiar forma de dormir en mis recuerdos, sus ganas de escapar los fines de semana y ese tomate con burrata que tanto adoraba. Dejó deshecha la cama y mi corazón, dejó un vacío, se fue sin darme un último beso, sin entender que el miedo no es amor, que nunca lo ha sido y jamás lo será.
Se fue así como se van las palabras, como se va la brisa del mar cuando estás sentado en la orilla de la playa, se fue, nunca más la volví a ver, nunca más la volví a pensar, dejó un hueco en todos nuestros planes, cenas, viajes y noches en donde nos fundíamos en un abrazo que duraba toda la noche.
Pudo callarme las letras a besos, a sexo, pudo desnudar sus inseguridades y confiar en el amor que había para dar pasos en el abismo, prefirió cerrarse a todo lo que el compromiso y la palabra familia implica, eso que es personal y que se le da a quien queremos llevar para siempre a nuestro lado, ese que podría parecer una perdida de individualidad pero al final resulta ser la mayor entrega, en la que una soledad se funde con la de alguien más para convertirse en un eterno recuerdo, en mi caso, recuerdo de felicidad, que no termina de irse.
(No sé si fue felicidad o dependencia emocional como lo dice mi terapeuta)
Se fue sin preocupaciones, se fue para nunca regresar, dejó claro que no le interesaba estar aquí, por fin se me fue la maldita necesidad de tenerte en mi vida, esa exigencia emocional de crear una historia contigo, se fue para recordarme que la tranquilidad llega cuando estás en paz contigo mismo, se fue, así, sin mirar atrás.
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